La Corte Suprema de Justicia así como está es hoy la piedra fundamental en la que descansa lo que queda del sistema republicano. Amenazada sin vergüenza por el gobierno que la invita a ser “prudente”, léase, a no contradecirlo tanto en su plan de pervertir y someter al Poder Judicial. Pero aunque decida pronunciarse por la clara letra constitucional en el caso de la elección de miembros del Consejo de la Magistratura, vendrá un asalto tan anunciado como aquél golpe de marzo de 1976. Esto es el desbaratamiento de la Corte Suprema “imprudente” disponiendo un aumento de sus miembros y nombrando jueces militantes, lo que convertirá a lo que queda de Constitución en letra muerta.
Esto en el país en el que todos se cuidan de no decir cosas feas y de respetar lo irrespetable, porque años de corrupción de la dineraria pero sobre todo de la otra, han dejado una versión de “prudencia” muy imprudente que se confunde con complacencia y complicidad. Ese es el llamado al Poder Judicial: sean tibios. Y no es que a nuestros jueces les falte vocación.
En su última etapa de avance el kirchnerismo se ha ido haciendo cada vez más obvio, pero en su obviedad no siempre encuentra respuestas de fondo. Es como un virus atacando a un cuerpo listo para recibirlo. Puede que parezca que de tan burdo lo de la “democratización de la justicia” los jueces están despiertos o a punto de despertarse de la siesta del relato, pero aún queda el desafío que el virus les va a presentar. Esto es, entender a la constitución como portadora de un sistema de valores o apenas como el manual de instrucciones de un aparato cuyo funcionamiento no se entiende que los encontrará sin respuestas en la próxima etapa.
Para lo último se han formado generaciones de abogados y magistrados en el positivismo jurídico cuando se lo interpreta, es decir como el permiso para no justificar, como la liberación del problema ético (y la ética encima interpretada como un “ser mansito”).
El positivismo jurídico reduce el problema de lo que es legal, a la lectura de las decisiones políticas emanadas del Congreso, o inclusive de la Constitución como mero código. Esto significa que todo lo que salga del Congreso es obligatorio, legal y (acá viene la trampa), justificado por si mismo. En realidad su mentor Hans Kelsen no pretendía justificar nada, sino crear una (fallida en mi opinión) teoría pura del derecho. Sin moral, sin filosofía, sin justificaciones.
Así han sido durante décadas los fallos y también las peticiones de los abogados resignados a vivir en un sistema autómata; lectores de artículos de códigos a los cuales obedecer, filosofando sobre la fatuidad más aplastante que se pueda imaginar, preguntándose de mil maneras “qué es” la cosa intrascendente que un legislador demagogo ha plasmado en la letra de un bodrio llamado con generosidad “ley”, publicado en el boletín oficial.
Ese esquema positivista alcanza para juzgar como inconstitucional la pretendida elección de miembros del Consejo de la Magistratura. Leen la Constitución, leen la ley y la contradicción es evidente. El positivismo jurídico les dirá que la norma superior ha sido contradicha por la inferior.
¿Qué es lo que no podrán contestar por esa vía? Pues el aumento de miembros de la Corte o la creación de cámaras de Casación para pasarse el sistema por donde les parezca. Porque resulta que la norma superior no se opone a tal cosa en su letra.
Para entender el problema con ese próximo asalto a la Constitución se debe apelar al sistema de valores implícito en la Constitución, lo que se llama su espíritu. Que no es que está fuera del ámbito jurídico, sino que es su parte más importante. Una república no es una máquina de producir decisiones políticas en cualquier sentido.
En paralelo a este proceso legal se desarrollo una suerte de versión desalmada de república, formalista, apenas cívica y tonta. Una república sin libertad. Acá viene el escándalo, una república sin liberalismo. Que es lo mismo que una lamparita de Edison sin electricidad. No se dividen poderes porque sea divertido o más lindo que un solo poder. Sólo se lo divide para debilitarlo, para someterlo a una competencia interna y a controles contra la arbitrariedad, a favor de los derechos individuales que son un componente esencial del sistema. No se puede ser republicano y creyente en el beneficio universal del estado. Eso es una ridiculez que es la gran oportunidad que vinieron a explotar nuestros tiranos del momento.
Si el estado es tan maravilloso para qué tenemos jueces independientes, tendrá razón Pichetto, aquél que eligió la mayoría para proveerle felicidad no tiene que ser molestado. Ni por los jueces ni por la prensa por cierto.
No es casual que nos haya ido tan mal y nos haya salido después de tantos resfríos el virus del Ebola. Los que se identifican con el sistema republicano y con el sistema de valores que sostiene son en nuestro sistema una minoría tan ínfima que no juegan ningún papel, más que el de predicar en el desierto.
Han hecho los K y los no K de una licuadora una máquina de lustrar zapatos. O lo que es lo mismo, de una república, un “estado de bienestar” o un sistema de reparto de riquezas, o de juzgamiento de intenciones, de control del comercio, de la industria, de la palabra. Y ni siquiera advierten los segundos la relación entre las cadenas a las que adhieren y la falta de libertad que ha hecho que el kirchnerismo avanzara en su totalitarismo casi sin sangre y sin protesta, imponiendo un miedo que no se compadece con amenazas reales del poder pero si con la dependencia económica agobiante.
Mi advertencia ahora no viene como reivindicación general de esos valores, es solo una alarma porque los repúblicos estatistas y positivistas no tienen las herramientas para juzgar lo que se viene, así como los tibios no las han tenido nunca para entender que lo peor del kirchnerismo fue el principio y no este final obvio.
La única forma de declarar inconstitucionales el aumento oportunista de los miembros de la Corte (así como la verdadera inconstitucionalidad de la ley de medios), es poner sobre la mesa los valores que en el fondo han condenado por sus privilegios. Estos derivan todos de la palabra “libertad”.
No se puede aumentar ahora el número de miembros de la Corte para nombrar militantes porque ese propósito siguiendo la línea histórica de los acontecimientos, las actitudes y el marco general, está sólo hecho para terminar con la independencia del Poder Judicial que protege nuestra libertad y para eso no hay ley formal que pueda estar por encima de los fundamentos y motivos últimos de la Constitución. No importa que haya pasado por todos los pasos reglamentarios que la letra de la propia Constitución.
La Constitución es un sistema que no empieza sino que termina en su letra y en todas las prohibiciones que le siguen en consecuencia. Empieza si en la rebelión de los sometidos, los privados, esos a los que se denomina con una palabra ya estigmatizada.
Es esto lo que los constituyentes pusieron sobre los hombros de los ministros de la Corte. Pero también de los ciudadanos. Y hay unos ciudadanos dedicados a la política que han asumido mayores responsabilidades que el resto.
Estar a la altura no se nada más que un problema de ánimo. A veces depende más de entender. Nada nos puede indignar si no hay dignidad. Y no hay dignidad sin los juicios de valor, que en nuestra cultura autómata han sido convertidos en desviaciones.