Sin que esto sea un presagio, es muy probable que la Cámara de Apelaciones de Nueva York falle a favor de la posición argentina. Pero no por cuestiones de derecho, sino porque en materias que involucran la supervivencia estatal y la “santa recaudación” la justicia de todos los países, empezando por la de Estados Unidos, ha restaurado la doctrina de la razón de estado con otros nombres. La protección a un interés que se considera fundamental bajo el pensamiento catastrófico colectivista es ya una rutina cuya primera gran manifestación ocurrió después de los cambios en la Corte Suprema hechos por Roosevelt y el apoyo obtenido a la Wagner Act y a la Social Security Act en 1935.
El estado siempre avanza invocando peligros, nunca habrá un reconocimiento del deseo de aumentar el poder y usarlo contra los ciudadanos. Aunque en realidad importa poco la intención y mucho el efecto, que es la entrega de capital (bajo la forma de principios institucionales) en función de una emergencia en general causada por un abuso previo, bajo la exhibición exagerada del costo de no quebrantar las normas con una omisión completa del costo de abandonarlas. Manifestaciones más recientes de esta tendencia republicida las encontramos en la Patriotic Act de Bush y en general las intervenciones para salvar al sistema bancario cuando las fiestas keynesianas atribuidas a la falta de fiestas keynesianas ponen a la economía entre la espada y la pared, según lo ven los propios keynesianos.
Así se fue creando la doctrina de la “santa recaudación”. Con tanta emergencia que el estado continúe funcionando sin privaciones se transforma en fundamental. En una visión autoritaria lo que nos aqueja es la incertidumbre y en esa incertidumbre el hombre pecador hará cosas por si mismo en contra de los demás, salvo que ese hombre sea un político en cuyo caso actuará como un benefactor. Y no importa que no hayamos pasado por la experiencia de conocer un político benefactor, lo importante es no abandonar la fe, para no enfrentar el vacío. Un vacío provocado por el miedo irracional a esa incertidumbre, producto de una impotencia previamente plantada por doctrinas autoritarias. Así el estado cumplirá el rol del gran tranquilizador.
¿Qué no haríamos entonces para mantenerlo tranquilo a él? Esta es la inquietud que reemplazó a la preocupación por la seguridad, el patrimonio, la tranquilidad y la privacidad del ciudadano, cuyas emergencias no importan, salvo que permitan aumentar el gasto público internalizando el poder político los beneficios del pánico. Ante cataclismos económicos, por tal motivo, ningún salvador propondrá dejar de cobrar impuestos por un tiempo. De ninguna manera, hablábamos de emergencias que dieran protagonismo al estado, no que se la quiten.
Todas estas aclaraciones en realidad las hago para preparar el terreno para el propósito de este artículo, que es señalar la inconstitucionalidad de casi todo el sistema impositivo argentino. Porque si hubiera empezado así el mecanismo del pánico a que el estado se quede sin plata primaría sobre cualquier principio. Entonces al principio se le llamaría fanatismo, salvajismo, o cualquier otro ismo que permita dejar de lado la racionalidad. Y no es que crea que con esa introducción habré despejado el pánico, pero me atajo por si acaso.
En efecto, el artículo 18 de la Constitución Nacional establece garantías elementales de protección a la libertad del ciudadano, porque para nuestro estatuto fundamental la cuestión de seguridad prioritaria es la de la libertad del individuo. Si el estado está para protegerlo, en ningún momento se podrá justificar amenazarlo.
Una de tales garantías es la que establece que “nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo” ¿Cuándo? Nunca ¿En qué circunstancias? En todas ¿Y si hay una emergencia? Pues todas las garantías suponen emergencias frente a las cuales hay que poner cerrojos que impidan al estado avanzar bajo tal pretexto. Nunca se supone que el estado no va a necesitar hacer tales cosas, sino lo contrario, como se sabe que lo necesitará se lo prohíbe.
Un ejemplo de la aplicación de esta prohibición ocurre todos los días en los tribunales, cada vez que un individuo es sometido a una declaración indagatoria. En tanto sus manifestaciones podrían usarse contra él, no está obligado a declarar, esto es no puede recibir ningún castigo por callarse la boca. Ni siquiera tiene obligación, si declara, de decir la verdad. Estamos hablando de gente que pudo haber cometido cualquier tipo de crimen, aún así se lo protege en el sentido de que se acepta que tiene el derecho a defenderse y que es problema del estado lograr probar algo en su contra sin su ayuda o colaboración.
Sin embargo parece que en nuestro sistema jurídico liberado de la Constitución hay cosas que son más graves que un homicidio, un secuestro extorsivo o una violación, como no mantener al propio estado como el estado quiere. La doctrina de la santa recaudación hace que con el actual nivel de gasto en todos los países el fisco necesite transferir la responsabilidad de determinar los impuestos sin límite a la propia víctima. Entonces todos los ciudadanos se ven obligados a declarar contra si mismos para que el estado pueda recaudar más fácil, del mismo modo que podrían ser torturados para que el estado obtenga datos sobre crímenes más fácil o sacados de sus jueces naturales para que el estado obtenga condenas más fáciles. Del mismo modo en que hoy son vigilados para prevenir el terrorismo más fácil.
Y así como hacemos declaraciones juradas en materia de impuestos, en las que mentir es considerado para colmo de males como si fuera una estafa, las tenemos que hacer para entrar y salir del país y para un sinnúmero de otras actividades en las que nuestra declaración será usada en nuestra contra en violación abierta a la garantía del artículo 18 de la Constitución Nacional.
¿Pero entonces cómo hace el estado para recuadrar? La respuesta mejor es: No me importa. La tranquilizadora sería que sin dudas no podría recaudar a los niveles a los que hace hoy, ni estaría en condiciones de sostener este nivel de gasto y de reparto de sueños populistas a una población que cree que algo de lo que le dan no se lo han quitado previamente. Pero ese no es un problema, sino una buena noticia.
Tenemos una muy desarrollada línea abolicionista en el derecho penal, al que se la tilda erróneamente de garantista, curiosamente no tenemos ninguna forma de garantismo ni abolicionismo en materia fiscal. Parece que ahí no hay manera de interpretar que el mal llamado contribuyente, un verdadero siervo de la gleba moderno, pueda ser una víctima de la sociedad o del estado.
Aunque se piense que las emergencias ameritan abandonar los principios cuyo establecimiento tuvo un altísimo costo y aunque se crea en la idea de la emergencia permanente bajo la cual se sostiene la santa recaudación, en algún momento se debe pensar que para todo eso hay un límite. Porque si no es así nos encontramos frente a un fanatismo estatista que para el caso hubiera sido mejor quedarnos con el religioso por más barato.
Si aquel que debe administrar nuestros recursos, confunde Estado con gobierno, nuestros derechos dejarán de existir.