El infame proyecto de prohibir despidos.

Los legisladores massistas lanzaron su propuesta de prohibir los despidos más que por ignorantes, por oportunistas. Reaccionan con temor a la irrupción de la señora Kirchner que hizo de su indagatoria un acto triunfal. Se lanzó el concurso quién es más demagogo e imbécil y no quisieron perder su lugar en la competencia. No es que la señora sea muy habilidosa, sino que conoce el nivel en el que se mueve. Aún en su condición de investigada nadie la ubica en su gusto airado y prepotente. Entonces los seguidores del ex jefe de gabinete K se sienten que deben sobreactuar espíritu místico laboralista, lo que hace a su iniciativa más deleznable. Sin embargo hay que tomarse el trabajo de aclarar cosas que en ningún país sería necesario.

Ese es el principal problema que tiene la Argentina, lo demás se soluciona. Hay un núcleo buenista que se alimenta de todo trazo grueso posible dentro del espectro de lo que se define como izquierda, sin preocupación alguna por la corrección de la idea o las consecuencias que puedan tener sobre aquellos a los que se supone.que beneficia. Si alguien lanza la consigna de que el pochoclo debe ser gratis en el cine, todos se suman y le agregan la bebida y descuentos en la entrada. Es un concurso para infradotados, hecho en general por universitarios recibidos. Lo importante es decirle una y otra vez si a la dádiva, a la victimización de alguien que bese sus manos, a costa del que trabaja y arriesga, actividades que desprecian y con la que solo se relacionan como parásitos. Mienten con descaro la capacidad mágica del reglamento, la prohibición, al señalamiento del lucro que permite robarlo.

Es necesario aclarar esto primero porque el argentino, sobre todo el que opina e influye, está interesado nada más en cómo se ve él. La izquierda ha sido muy eficiente en gritar “nosotros somos buenos” y “el que no quiere usar la fuerza por causas buenas, es malo”; en proveer un mix mafioso en el que hay que optar por ser “escrachado” o bendecido. No hace falta demostrarles que la prohibición de despidos es un acto suicida para la economía y para los que viven de vender (si, vender) su trabajo, porque no les importa. Lo que se necesita es demostrarles que no son buenos, sino oportunistas y perversos, pero además que su público se da cuenta, sino tampoco se les moverá un pelo.

Así son los legisladores massistas detrás de ese engendro.

Hecha esta aclaración podemos pasar a la cuestión, empezando por sus supuestos falsos. Estos son en primer lugar que la relación empleado empleador es de vasallaje, como una continuación de las instituciones de la edad media. El marxismo hace ese link con la teoría de la explotación y la idea de la lucha de clases. Basado en la lógica hegeliana del avance social a partir de la tesis, antítesis y síntesis, Marx cree haber encontrado en la sociedad la confirmación de ese esquema para confirmar su resentimiento. A través de un juego de colectivos llamados clases, que dividen a la sociedad según sus riquezas, en el que estos grupos luchan por quedarse con los beneficios. Los pobres son los débiles, los ricos son los fuertes y entre ellos hay una lucha permanente que gracias a que los marxistas llegaron al mundo se va a resolver.

Esta mitología es relativamente nueva, sin embargo la retórica marxista es omnipresente en la cultura actual, todos los análisis parten de que esa lucha existe, lo que induce a pensar que es necesario alguien que tercie, que intervenga para parar a los fuertes y proteger a los débiles. Pero ¿qué pasaría si esto no fuera así? No sólo los marxistas perderían utilidad, sino también toda la legislación laboral y la burocracia dedicada a aplicarla.

El hecho es que efectivamente esto no es así. En primer lugar no existen unos recursos cuya repartija se dirima en una lucha entre clases. Los bienes deben producirse. No está la cosecha de la próxima temporada que hará que comamos. Alguien debe descubrir qué se necesita, arriesgar recursos para producirlo y esperar que la gente al consumir le de un lugar entre sus prioridades. Porque no se trata solo de hacer algo útil, sino algo más útil que sus alternativas. Si el que realiza esa operación está acertado en sus pronósticos, entonces se justificará pagar sueldos a sus empleados y comprar insumos a sus proveedores. No hay política de grupos, la calificación por ingresos es externa, la gente no se coordina a partir de esas característica sino que se coordina con gente extraña de cualquier nivel de vida. En una sociedad hay gente más alta y más baja, pero agruparla para afirmar que se comportan de acuerdo a esa pertenencia o que hay una lucha entre los grupos formados por el calificador, requiere de una cierta ceguera. En el caso de la lucha de clases, esta es provista por la envidia.

Es importante señalar que Marx era marxista antes de elaborar su teoría de la explotación. Entre la lógica hegeliana, don Charles encontró un cauce para su resentimiento, sobre la errónea idea de Adam Smith de que las cosas valen según el trabajo que se invierte en ellas. Como si el empresario fuera un rentista, no un actor de riesgo, que se dedica a tomar algo que ya tiene valor por sí mismo, mi trabajo, le adosa la “plusvalía” y así obtiene el precio. El empresario en la visión marxista vive de arriba.

Si Marx hubiera tenido razón, y también Smith en ese punto, los sindicatos serían las empresas más exitosas o las cooperativas que tanto gustan a los socialistas y que en general fracasan. Tendrían la ventaja de no tener que mantener al empresario parásito y sus productos serían más baratos. Sin embargo no se imponen porque profesan un sistema de creencias equivocado, una explicación de cómo funcionan las cosas que están mal. El empresario es el más importante justo porque el valor es anterior al trabajo que se usa para conseguirlo y él es quién se juega en arriesgar para conseguirlo en primer lugar. El empresario le da valor al trabajo, no el trabajo al empresario. No hay lucha, hay necesidad y utilidad mutua.

Enseguida que uno dice estas cosas se interpreta que lo que se propone es un juego de “buenos y malos” alternativo o de sentido opuesto: los empresarios son buenos y los empleados malos. Salgamos de esa visión infantil, de lo que se trata es de discutir que el empleado esté bajo peligro porque existe el empleador, cuando es lo primero que necesita. Está en peligro porque un nivel cada vez más alto de parásitos lo quieren separar, bajo el pretexto de protegerlo, de su “cliente”. Una persona sin capacidad de descubrir valor, de tomar riesgo y de organizarse para una empresa exitosa, necesita antes que nada que existan unos que si lo pueden hacer, que estarán dispuestos a pagarle. No hay explotación, hay negocio. La misma relación que existe entre un comerciante y sus clientes. Hay una necesidad de complacerlos. El empresario ofrece en el mercado ingresos sin riesgos para obtener los suyos con riesgo. El explotador verdadero es el marxista, consciente o no de que lo es, todo el que hace laboralismo de las relaciones de empleo, es decir el que sostiene la lucha de clases, aquél que trabaja de enfrentar a estas dos partes de un negocio y decirles a los que tienen mayor número que los necesitan a ellos porque quienes aportan el capital, que son menos, los están perjudicando. Dividen para reinar en el centro productor de recursos.

Todos los parásitos esparcen la visión trágica según la cual el empleado es una víctima que no puede lograr nada sin legislación. Todo el aparato nefasto laboral llamado “justicia”, está inyectado con estos dogmas e invariablemente razonan y disponen en un sentido victimizante del asalariado.

Toda relación, sea entre extraños o entre quienes están unidos afectivamente, genera roces y conflictos. Eso no quiere decir ni remotamente enemistad. La hay entre clientes y proveedores en general, aunque se necesitan y colaboran y encuentran las formas de zanjar sus diferencias. Las hay entre amigos y familiares. Cuanto más contacto más conflictos, más posibilidades de malas interpretaciones. El problema con la relación empleado/empleador es que es explotable por la política. De un lado hay plata y del otro número. Es cuestión de excitar al número contra los que tienen plata, para que los parásitos se vean justificados en llevarse su plata. Esos son los “buenos” de este cuento, aquellos que enarbolan las banderas de la maledicencia bajo el esquema culturalmente aceptado, pero falso, de la lucha de clases. Tan falso como sería afirmar que hay guerra entre padres e hijos, porque esa relación es siempre conflictiva, convirtiendo en problema lo que es nada más consecuencia del beneficio que se brindan unos y otros.

Primera gran cuestión entonces. No solo el empleador no es el enemigo del empleado, sino que sólo a él se le puede atribuir la existencia del empleo y del salario, cualquiera sea el nivel que tenga. La suba del salario se deberá a sus aciertos o al de otros empresarios que descubran que les conviene pagar más para quedarse con unos empleados que le permitirán aumentar sus ingresos en actividades más rentables.

La segunda cuestión es una derivación de la primera. El enriquecimiento del empresario es un espejo que refleja el valor que han recibido sus consumidores, implica la tranquilidad de la continuidad del proyecto y es una oportunidad de que sea el mismo que ya acertó el que lleve a cabo otras aventuras, agrande las que están en curso o preste el dinero a otros tomadores de riesgo a través de activos financieros. En todo ese proceso difícil en el que muchos quedan en el camino, los legisladores no cumplen ningún rol, no suman un ladrillo ni aportan una idea. Se limitan a subirse a su papel de pequeños torquemadas del lucro. En una sociedad donde el lucro es parasitado y mal visto, el empobrecimiento general es la regla. Mal que encima les permitirá inyectar más resentimiento.

El que toma el riesgo necesita tener libertad para contratar y para no contratar. Cuando se anuncia que un país prohíbe los despidos, ya nadie querrá arriesgar su capital en él. Se puede conseguir que los hoy empleados sigan adosados a un empresario al que tal vez se haga fracasar sólo por eso, como se puede conseguir asaltando un banco un botín. Lo que se hace imposible es que aquellos que actuaban a riesgo, los sigan tomando o que se incorporen otros y, como ya vimos, toda la economía depende de ellos.

El argumento de la solución de emergencia es brutalmente estúpido. El despido es la emergencia interpretada por aquél que se necesita que siga arriesgando y cuya libertad y el nivel de respeto que se le tiene, es mirado por otros. La prohibición de despidos impide la solución de emergencia. Tomar medidas contra el empresario cuando necesita despedir es como combatir el fuego con nafta. Lo que todos los demás potenciales aventureros ven es que aquellos que se ven en dificultades son puestos a la parrilla.

La economía es un flujo que depende de la voluntad, disposición, ambiciones, riesgos, éxitos y fracasos de quienes participan. No es un stock del que servirse. Por eso la emergencia nunca se debe tratar pensando que la economía es un almacén y que ahora que estamos en problemas podemos usar las reservas para atender necesidades. Este proceder es un tiro directo en la línea de flotación.

La economía es también una sucesión de fracasos y éxitos. Más de los primeros incluso, porque el juego de ensayo y error es más importante que la sabiduría. La emergencia debe ser tratada de modo tal que el reciclaje de recursos, incluso humanos, sea lo más rápido posible. Eso depende de las seguridades en sus derechos que se le otorguen a los que corren riesgos. Políticas como las de los massistas hacen más daño a la economía en general que a los propios empresarios alcanzados por la prohibición. Pero ellos en su irresponsabilidad jamás analizarán los empleos que no se creen como consecuencia de sus acciones.

El otro supuesto bien arraigado por la corrupción educativa del país, es que hay algo que el estado, el autoritarismo o cualquier poder ilimitado pueden alcanzar que es la victoria sobre el riesgo y el fin de las penurias. Esa estrategia autoritaria que tanto atrae y que explica en gran medida las relaciones de sumisión y maltrato, parte de la base de que un mandamás, alguien decidido y si es necesario malo, es capaz de vencer las angustias de la vida como el elixir de la eterna juventud puede evitar la muerte. Todo es cuestión de encontrarlo y dejarle hacer todo, prohibir lo malo, hacer obligatorio lo bueno. En la autoridad está la respuesta a cualquier cosa, porque lo que nos hace mal es que los demás sean libres, en lugar de estar al servicio de nuestros temores. Este es el camino seguro al fracaso y al padecimiento de la arbitrariedad sin solucionar nada, la consecuencia merecida de la maldad que implica. El que sólo sabe responder con la fuerza, es porque no tiene ninguna capacidad creativa o productiva. Lo mismo cabe para quienes exponen una moralina que invita al autoritarismo bienhechor, como el papa Francisco. Inútiles incapaces de generar un sueldo de 100 que viven auditando a los que los pagan acerca de por qué no pagan 200.

La otra estrategia es la que propongo aquí. Seguridad de no padecer penurias, como ser despedido en algún momento, no se puede ofrecer. La salida es que haya salida. La salida es que todos los que puedan producir lo hagan, en su propio beneficio. Que no se los moleste, que no se deje que se les robe. Ese es el único reaseguro real, hacer todo para que todo pueda funcionar y confiar en que funcione. La única estrategia posible es la opuesta a la de la conservación. Es decir apostar a la apertura de más fuentes con menos restricciones y amenazas del aparato estatal, para hacer menos artificialmente dificultoso producir. Es una estrategia sin seguridades, pero la adultez casi podría definirse en enterarse de que las seguridades no existen en esta materia y que quienes las venden son unos estafadores.

La diferencia entre ambas formas de abordar la vida, la producción, la economía y el problema del empleo, es la que hay entre los regímenes socialistas que mueren por su incapacidad absoluta o la vía del progreso, no exento de penurias, pero con nuevas oportunidades todos los días del capitalismo.

By Jose Benegas

Abogado, ensayista y periodista. Master en economía y ciencias políticas. Conductor y productor de radio y televisión. Colaborador de medios escritos, televisivos y radiales. Analista y conferencista internacional desde la perspectiva de la sociedad abierta y las libertades personales a las que ha dedicado su obra intelectual. Dos veces premiado en segundo lugar del concurso internacional de ensayos Caminos del la libertad.

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